El telón se cae desde el disimulo cabrujiano hasta la verdad desnuda del exilio

 


“Una verdad incómoda plasmada en el celuloide”

El cine ha sido, y siempre será, un espejo de las heridas colectivas. Pero a veces, ese reflejo duele más de lo esperado. Como bien afirmó Jean-Luc Godard, afamado director francés conocido por su trabajo en la Nouvelle Vague y quien expresó que: “el mejor documental se parece a la ficción y que, a veces, la ficción se asemeja al documental”. Godard, entonces desafía en tan solo una idea la división tradicional entre ambos géneros, él hace hincapié que estos géneros pueden llegar a ser herramientas poderosas para contar historias, al explorar de esta manera la condición humana con diferentes objetivos, pero a través del uso de recursos distintos.

Partiendo de allí y haciendo reflexión sobre los contextos que, aunque guarden similitudes en fondo y no en forma, tanto del carácter de la crítica social como del escenario país, las obras del dramaturgo venezolano José Ignacio Cabrujas y la película de joven director John Robertson Venecos. Muestran como el paso del tiempo, entrelazan vivencias y reencuentra a la crítica en un vals narrativo que en apariencia le da un recorrido completo a todo un salón repleto de símiles referenciales, pero muestreando inteligentemente una reflexión inmersiva de un país desde puntos de vista equidistantes.

Ahora bien, en la nueva obra cinematográfica del director venezolano, Robertson, ganador del "Mejor Documental" en la edición décimo-octava del Festival de Cine Venezolano por su obra Crudo en 2020. Trae en este 2025 un filme que va más allá de una simple historia, presentando en una ficción, la realidad de una cicatriz que rasga el desarraigo, la migración y la identidad fracturada. Con una mezcla audaz de neorrealismo italiano y el espíritu libre de la Nouvelle Vague, Robertson construye en su película un relato que duele, pero también fascina.

El filme rodado en Chile con un elenco mayoritariamente venezolano se sumerge en las contradicciones de quienes huyen de su país, pero llevan consigo el peso de lo que dejaron atrás. No es un drama convencional, ni un panfleto político. Es algo más íntimo, más visceral. Y es ahí, en ese espacio entre lo personal y lo universal, donde Venecos encuentra su poder.

Fragmentos de una diáspora en diálogo con la mentira colectiva

Si José Ignacio Cabrujas, en su iluminado El Estado del Disimulo de 1987, diagnosticó a Venezuela como un país que improvisa instituciones como decorados de cartón, John Robertson, en Venecos, nos muestra lo que ocurre cuando el teatro se derrumba y los actores salen corriendo del escenario.

Cabrujas hablaba de una Venezuela que fingía ser un Estado; mientras que Robertson filma a los que ya no pueden fingir más. Uno, desde la "ironía intelectual"; el otro, desde el "neorrealismo desgarrado". Ambos retratos se miran en el mismo espejo roto: el de una identidad quebrada entre la mentira necesaria y la verdad insoportable. Entonces al analizar ambos universos, se denota que el diálogo es urgente porque si Cabrujas diagnosticó la enfermedad, Venecos muestra la metástasis.

Y allí lo interesante del guion de Robertson, el cual al no estar pre establecido evita el discurso fácil. No hay villanos ni héroes, solo personas atrapadas en circunstancias mayores que ellas. Valiéndose así de una estructura fragmentada, como la memoria de quien ha dejado todo atrás. Presenta una narrativa que habla más con las imágenes y las acciones que, con los diálogos, volviéndolos precisos y necesarios, demostrando así que cuando las palabras faltan, el cuerpo habla. Resultando en un acierto la economía narrativa. Apelando entonces en la inteligencia y la emocionalidad del espectador para interpretar, gestos, miradas y situaciones.

La cámara como testigo incómodo

Robertson como director de fotografía, opta por un estilo que oscila entre lo documental y lo onírico. Al filmar sin luces artificiales ni sonidista y con un presupuesto limitado. Presenta en pantalla exactamente el disclaimer que quiere que el espectador vea y asimile como parte fundamental de la narrativa, presentando las calles de Santiago grises, frías, casi hostiles. Tal cual como la vivencia de los protagonistas.

Por otro lado, los planos secuencia siguen a los personajes como sombras, mientras que los primeros planos capturan microgestos como un temblor en los labios o una mirada perdida. Allí precisamente se evidencian los ecos del Neorrealismo, dados en la elección de locaciones reales y actores no profesionales. Pero también con guiños a la Nouvelle Vague presentes en los saltos de tiempo y las elipsis narrativas. Por ello la cámara en mano aporta urgencia para recrear la necesidad e incomodidad imperante, como si el espectador fuera otro migrante más, arrastrado por la corriente.

En tal sentido se observa que el contraste entre luz y oscuridad como elemento clave. Las escenas en Venezuela referidas por intervenciones puntuales tienen en su mayoría una calidez dorada, casi nostálgica, a excepción de la contundente primera secuencia. En cambio, el transcurrir en Chile es frío, azulado, como si el color se hubiera drenado junto con la esperanza. John juega con las texturas: el sudor en la piel, el humo de un cigarrillo, la lluvia en el asfalto. Son detalles pequeños, pero cargados de significado. La fotografía no solo ilustra, sino que siente.

Así el director hace gala del método denominado “Cine Acérrimo”, un manifiesto que el cineasta ha desarrollado desde 2014, el cual esta inspirado por movimientos cinematográficos como el Neorrealismo Italiano, el Cinema Verité, Nouvelle Vague, Dogma 95 y sus variantes sudamericanas. Como: Nuevo Cine Urgente (Bolivia), Cine Átomo (Venezuela) y Cinema Novo (Brasil), por mencionar algunos.

Verdad en Crudo que actúa sin disimulo

En Venecos no hay espacio para la sátira de Cabrujas; los personajes de Robertson no son "Gonzalitos", son fantasmas que nadie quiere ver, cuya desnudez es palpable en cada fotograma. Por ello vemos a Vianca Villarreal, quien encarna a Yumeri, la joven proveniente de los andes venezolanos, quien decide embarcarse en un viaje migratorio junto a su pareja y un niño hasta Chile, en búsqueda de un mejor porvenir. Villareal joven actriz y modelo, entrega entonces un personaje colmado de inquietudes y miedos, que hace referencia de aquello que no se quiere ver y se decide callar, con gestos, miradas y voz preocupada hace que el espectador empatice con su realidad, matizando así en su actuación aquel claroscuro caleidoscópico que se refleja en los hilos luminosos de la realidad.

Por otro lado, Alfredo Albarrán, da vida a la pareja de Yumeri. Quien se suma al viaje controvertido y brinda en pantalla el como se puede ser presa de las situaciones y las circunstancias. En su actuación se denota como Albarrán construye un personaje que desciende a lo más bajo, usando las justificaciones del entorno como motor de su oscuridad interna que de a poco se revela a cada paso. De esta forma el joven actor presenta al espectador un personaje colmado de aristas y controversias, llevando las sensaciones desde la empatía a la repulsión, de una manera bien lograda.

En tanto, Katherine Rivas y Víctor Rebolledo, presentan actuaciones controversiales y desafiantes, al encarnar a personas de virtud y moral cuestionable, quienes te hacen dudar de la llamada “hospitalidad”. Completando el reparto se encuentran las interpretaciones especiales de la primera actriz Diana Peñalver y del reconocido actor chileno Jaime McManus, quienes generan contraste y presentan una cara distinta en medio de la penumbra que viven los personajes.

En cuanto a las apariciones secundarias presentes, muchas de ellas de migrantes reales, aportan una autenticidad inquebrantable. No actúan, existen frente a la cámara. Esa crudeza es el alma de Venecos, una antítesis perfecta a la comedia de disimulos que Cabrujas retrataba. Aquí, los personajes de Robertson no tienen energía para la farsa; su verdad es la única moneda de cambio.

Silencios que interrogan, ruidos que desnudan

Mientras Cabrujas utilizaba el humor como bisturí para destripar la farsa colectiva donde "la tragedia siempre termina en chiste", Venecos no permite ese alivio. La película evita la música emotiva, por ello la banda sonora es solo ruidos y silencios rotos que confluyen a través de diálogos con frases cortadas, como si el lenguaje también hubiera migrado. Mientras Cabrujas narraba la mentira colectiva, Robertson documenta el mutismo del que ya no puede mentir.

De esta manera el apartado sonoro es un personaje más. Sonidos ambientales, ritmos truncados, silencios incómodos. No hay música convencional, solo atmósfera. El sonido directo como el ruido de la calle, el eco de una voz lejana refuerza la sensación de alienación. Dibujando un paisaje sonoro que no acompaña, sino que interroga. A diferencia de la risa que, según Cabrujas, ocultaba la impotencia, en Venecos, el silencio es un grito ahogado que resuena, en una verdad ineludible.

En resumen

Se podría decir que el filme es la última función de una "Identidad Desahuciada". Venecos no es una película fácil. No ofrece consuelos ni respuestas. Pero eso es precisamente lo que la hace importante. Robertson ha creado una película que duele porque es verdadera, que incomoda porque es necesario.

Cabrujas y Robertson cierran un círculo. En los 80, Cabrujas escribía sobre un país que se resistía a crecer. En 2025, Robertson filma a los que se fueron porque ya no aguantaban la farsa. ¿Cuál es peor? ¿La Venezuela que finge o la que se desangra?

Quizás Venecos sea la respuesta. Porque al migrar, sus personajes pierden la patria, pero ganan algo inédito: el derecho a gritar sin que nadie les diga "no te me vayas tan lejos". Es el fin del disimulo. Doloroso, pero liberador. En un mundo cada vez más indiferente al sufrimiento ajeno, Venecos es un acto de resistencia, una película que no se puede ignorar, una bofetada a la indiferencia que nos obliga a mirar de frente el dolor de la diáspora venezolana. Y, quizás, al final, la catástrofe que retrata Robertson es el único camino hacia una verdad que, aunque cruda, es innegable.

Comentarios